Fortaleza en la fe

¿Quién es el Verbo? Según Juan

¿Quién es el Verbo? Jesucristo es el Verbo, el Hijo eterno de Dios hecho hombre, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, quien existía “en el principio” (Jn 1,1), “antes que el mundo existiese” (Jn 17,5 CEE), porque estaba junto a Dios y era Dios (cf. Jn 1,1); que “salido de Dios” (Jn 13,3 BJ), “bajó del cielo” (cf. Jn 3,13; 6,33), y ha “venido en carne” (1 Jn 4,2 CEE) —se hizo hombre—, para nuestra salvación, porque “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad […] Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia” (Jn 1, 14.16 CEE).

Veamos a continuación 6 puntos —siempre limitados— que nos ayudarán a entender con mayor claridad que Jesús es el Verbo:

1. Jesucristo es el Verbo eternamente engendrado por el Padre antes de toda criatura

Para entender mejor quién es el Verbo, primero tenemos que tener claro que no solo el Padre es Dios, sino más bien, hay un solo Dios en tres Personas distintas, la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo (Verbo), y el Espíritu Santo (Amor). Las tres Personas, aunque distintas entre sí, son un sólo Dios, porque son “consustanciales”, es decir, tienen una misma sustancia o naturaleza divina. Dios es tres Personas en una misma naturaleza divina.

Nota: Aunque este concepto pueda parecer desconcertante al comienzo, es fundamental para entender mejor quién es el Verbo.

La Santísima Trinidad es un misterio de fe, y no tenemos nada en el mundo que sea una cosa y tres a la vez para compararlo perfectamente, sin embargo, se dice que San Patricio explicaba a sus fieles el misterio con un trébol, donde cada una de las hojas es “trébol”, sin embargo, las hojas son distintas entre sí: una hoja representa al Padre, otra al Hijo (Jesús el Verbo) y otra al Espíritu Santo, pero todas ellas forman un solo trébol (un solo Dios). Cabe aclarar que en este ejemplo cada una de las tres hojas es “una parte” del todo, no es así en la Santísima Trinidad, ya que cada una de las tres Personas Divinas es todo Dios y los tres son todo Dios: “Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero[…] Dios los Tres considerados en conjunto” (San Gregorio Nacianceno, Orationes, 40,41: PG 36,417).

Ahora bien, “Gracias a la Revelación, podemos profesar que Dios Padre en toda la eternidad engendra al Hijo, que el Hijo es engendrado y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de ambos. Las tres Personas divinas, por tanto, son eternas e iguales entre sí” [1].

En Dios todo es eterno, fuera del tiempo; por tanto, el origen del Espíritu Santo, como el del Hijo, en el misterio trinitario, en el que las tres divinas Personas son consustanciales, es eterno. Se trata, efectivamente, de una “procesión” de origen espiritual, como sucede (aunque se trata siempre de una analogía muy imperfecta) en la “producción” del pensamiento y del amor, que permanecen en el alma en unidad con la mente de la que proceden” (S. Juan Pablo II, Audiencia general del 7 de noviembre de 1990, n. 2).

Nota: en algunos textos, el Verbo de Dios, es presentado también como “el “Logos” divino; logos que significa la Palabra eterna creadora del Padre, que luego fue traducida al latín como “Verbum”” [2]. “Verbo=Palabra. Verbo en latín. Palabra en español. A la segunda persona de la Santísima Trinidad se le llama palabra porque brota del Padre como la palabra del pensamiento” [3].

Entonces, entendiendo que Jesucristo el Hijo-Verbo es eterno (porque su nacimiento es eterno, es engendrado no creado), y por lo tanto siempre ha existido en la unidad de la Trinidad divina (el Padre no existe nunca sin el Hijo y el Espíritu Santo), estamos en una mejor posición para entender las Palabras del Apóstol Juan:

“En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1 CEE).

“Y cuando se dice: En el principio existía el Verbo, se ha de entender que el Verbo existía en el Padre” (San Agustín, La Trinidad, lib. VI, cap. II). “el Hijo eterno del Padre estuvo siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,18). (…) San Ireneo afirma que «el Hijo de Dios existió siempre frente al Padre». [Adv. Haer. III, 18, 1: PG 7, 932]” (Papa Francisco, Dilexit Nos, n. 74).

“En el principio”, significa el inicio absoluto, antes de toda criatura, es decir, en la eternidad. En efecto, el Verbo existía en el Padre “antes que el mundo existiese” (Jn 17,5 CEE).

Y cuando se dice: “el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1 CEE), quiere decir que el Verbo-Hijo estaba en comunión íntima y eterna, con el Padre y el Espíritu Santo, siendo un solo Dios, porque —como dijimos—, tienen una misma naturaleza divina. Esta relación única e íntima entre el Padre y el Verbo-Hijo, la podemos encontrar en las palabras del mismo Señor Jesús: “nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo” (Mt 11,27 BJ); “yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14 10 BJ).

Más adelante, en el mismo evangelio, Juan el Bautista destaca la divinidad y preexistencia eterna de Jesús, cuando dio testimonio de que Jesús existía antes que él, a pesar de haber nacido primero: “Este es por quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo” (Jn 1,30 BJ).

Vemos entonces que Jesús, el Verbo-Hijo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, es verdaderamente Dios, y posee una existencia eterna, esto quiere decir que su origen se remonta más allá de la creación del mundo y su nacimiento en el tiempo.

2. Jesucristo es el Verbo de Dios, por medio del cual fueron creadas todas las cosas

La Creación es obra de la Santísima Trinidad: “Es verdad de fe que el mundo tiene su comienzo en el Creador, que es Dios uno y trino. Aunque la obra de la creación se atribuya sobre todo al Padre —efectivamente, así profesamos en los Símbolos de la Fe (“Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra”)— es también verdad de fe que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son el único e indivisible “principio” de la creación. La Sagrada Escritura confirma de distintos modos esta verdad: ante todo, por lo que se refiere al Hijo, el Verbo, la Palabra consubstancial al Padre” [4].

Encontramos esta verdad referente al Verbo (la Palabra eterna creadora del Padre) confirmada en el Antiguo Testamento: “La palabra del Señor hizo el cielo” (Sal 33,6 BPD); y explicada plenamente en el Nuevo Testamento, el cual “revela que Dios creó todo por el Verbo Eterno, su Hijo amado” (CIC n. 291).
Así vemos que, según Juan, Jesucristo es el Verbo de Dios, por medio del cual fueron creadas todas las cosas:

“En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios… Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho… el mundo se hizo por medio de él” (Jn 1,1.3.10 CEE).

En efecto: “el Verbo creador no sólo estaba “en Dios”, sino que “era Dios”, y (…) precisamente en cuanto Hijo consustancial al Padre, el Verbo creó el mundo en unión con el Padre: “y el mundo fue hecho por Él” (Jn 1, 10)” [5].

Nota: “La fe de la Iglesia afirma también la acción creadora del Espíritu Santo: él es el “dador de vida” (Símbolo Niceno-Constantinopolitano)” (CIC n. 291).

También en el Nuevo Testamento encontramos que: “Las Cartas de Pablo proclaman que todas las cosas han sido hechas “en Jesucristo”: efectivamente, en ellas se habla de “un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también” (1 Cor 8, 6). En la Carta a los Colosenses leemos: “Él (Cristo) es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles… Todo fue creado por Él y para Él. Él es antes que todo y todo subsiste en Él” (Col 1, 15-17)” [6].

Pero Dios no solo creó todo, sino que lo mantiene en existencia: “Dios, que ha creado el universo, lo mantiene en la existencia por su Verbo, “el Hijo que sostiene todo con su palabra poderosa” (Hb 1, 3) y por su Espíritu Creador que da la vida” (CIC, n. 320).

Ahora bien, podemos notar el poder creador del Verbo divino ya en el primer capítulo del Génesis, cuando Dios dice “Hágase”, y el mundo fue hecho de la nada mediante el poder de su Palabra y su Espíritu. Como comenta S. Atanasio de Alejandría (defensor de la verdadera divinidad del Verbo):

el Padre creó con su Verbo, como si fuera su mano, todas las cosas, y sin él nada hace. Como nos recuerda Moisés, dijo Dios: «Hágase la luz», «Congréguense las aguas» (Gén 1, 3 y 9). (…) Porque el Verbo de Dios es activo y creador, siendo él mismo la voluntad del Padre. (…) Dios dijo únicamente «Hágase», y al punto se añade «Y así fue hecho». Lo que quería con su voluntad, al punto fue hecho y terminado por el Verbo… Basta el querer, y la cosa está hecha” (S. Atanasio, Orationes contra Ar. II, 31)

De la misma manera que en el comienzo Dios dijo: “Hágase” y todo fue creado por el Verbo. Así Jesús —el Verbo Encarnado—, en su vida terrena, manifestó claramente el poder de Su Palabra cuando dijo: “¡Ábrete!” y el sordomudo habló y oyó (cf. Mc 7,34-35), y cuando dijo: “¡Silencio! ¡Cállate!” y la tempestad se calmó instantáneamente (cf. Mc 4,37-39), por mencionar algunos ejemplos.

Son varios los textos en el Nuevo Testamento que contemplan a Jesucristo el Verbo de Dios, “cada vez con mayor profundidad como la verdadera “Sabiduría de Dios”. (…) se le proclama “imagen del Dios invisible”, “primogénito de toda criatura”, Aquel por medio del cual fueron creadas todas las cosas y en el cual subsisten todas las cosas (cf. Col 1, 15-17); Él, en cuanto Hijo de Dios, es “irradiación de su gloria e impronta de su sustancia y el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas” (Heb 1, 3)” (S. Juan Pablo II, Audiencia general del 22 de abril de 1987).

Vemos entonces que Dios creó y sostiene todas las cosas por el poder de su Verbo, Jesucristo.

3. Jesucristo es el Verbo encarnado en el seno de María Virgen por obra del Espíritu Santo

“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14 CEE).

“El Verbo se hizo carne”: el Apóstol Juan en esta asombrosa verdad expresa la grandeza de un gran misterio, que sólo Dios podía obrar y donde podemos entrar solamente con la fe. El Verbo eterno, que está junto a Dios, el Verbo que es Dios, el Creador del universo (cf. Jn 1,1-3), se hizo hombre sin dejar de ser Dios en el seno de la Santísima Virgen María por obra del Espíritu Santo.

“el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres” (Dei Verbum, n. 13).

Con la Encarnación del Verbo en la persona de Jesucristo, la eternidad hizo su entrada a la historia de la humanidad. Un hecho que sucedió hace poco más de veinte siglos, es el maravilloso misterio de la Encarnación que celebramos en Navidad: ¡Jesús, el Hijo de Dios, el Verbo Eterno, se hizo hombre para estar con nosotros y salvarnos!

El misterio de la Encarnación de Jesucristo, el Hijo-Verbo, una verdad central de nuestra fe: el Verbo de Dios se hizo carne por obra del Espíritu Santo, como leemos en las palabras que el ángel Gabriel dirigió a la Santísima Virgen María en la Anunciación en Nazaret: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35).

Para profundizar en este misterio debemos recordar que en la Santísima Trinidad el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son consustanciales, es decir, de la misma naturaleza divina. Entonces, en la Encarnación del Hijo-Verbo, “Por obra del Espíritu Santo (…) se realiza la “unión hipostática”: el Hijo, consubstancial al Padre, toma de la Virgen María la naturaleza humana por la cual se hace verdadero hombre sin dejar de ser verdadero Dios. La unión de la divinidad y de la humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo, es decir, la “unión hipostática” (hypostasis significa persona), es la obra más grande del Espíritu Santo en la historia de la salvación” (S. Juan Pablo II, Audiencia general del 6 de junio de 1990).

En otras palabras, el Verbo “se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios” (CIC, n. 464). Por tanto, “Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre en la unidad de su Persona divina; por esta razón Él es el único Mediador entre Dios y los hombres” (CIC, n. 480).

“La encarnación es, pues, el misterio de la admirable unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única Persona del Verbo” (CIC, n. 483).

Ahora bien, el nacimiento del Verbo, el Hijo de Dios, había sido anunciado siglos antes por los profetas en el Antiguo Testamento. Veamos 3 ejemplos:

1. Jesucristo, el Verbo nacería en Belén y su origen es desde toda la eternidad (porque es eterno, siempre ha sido Dios): “Y tú, Belén Efratá, tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti me nacerá el que debe gobernar a Israel: sus orígenes se remontan al pasado, a un tiempo inmemorial” (Mi 5,1 BPD).

2. El Verbo-Hijo de Dios nacería de una virgen, y ese niño sería Dios mismo que estaría con nosotros: “Pues el Señor, por su cuenta, os dará un signo. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel” (Is 7,14 CEE). “y le pondrán por nombre Enmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”” (Mt 1,23 CEE; cf. Is 7,14).

“No debe creerse que Él, el Hijo de Dios, nacería de una Virgen y tomaría su carne, de tener ella la más mínima mancha de pecado original” (San Bernardino de Siena).

“Gozaba —dice— con los hijos de los hombres. Se llama Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”. Desciende del cielo para estar cerca de quienes sienten su corazón agitado por la tribulación, para estar con nosotros en nuestra tribulación” (S. Bernardo, Sermones de tempore 4,6).

El Apóstol San Juan dio testimonio de la maravillosa experiencia de contemplar al “Dios con nosotros”, Jesucristo, el único Hijo y Verbo de Dios Padre hecho hombre cuando dice: “y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14 CEE). También el Apóstol San Pedro, en su segunda carta, dejó muy claro que los Apóstoles fueron testigos oculares de la majestad de Jesucristo (cf. 1 Pe 1,16). Ellos confiesan a Jesús como: “el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios" (Jn 1,1), como “la imagen del Dios invisible” (Col 1,15), como “el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia” Hb 1,3)” (CIC, n. 241).

Cabe mencionar, que el nombre de Jesús significa “Dios salva”: como un ángel del Señor le dijo a San José: “tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21 BJ). Saber esto ayuda a entender mejor quién es el Verbo, porque su nombre revela su identidad (Emmanuel el “Dios con nosotros”), y revela su misión (Jesús: “Dios salva”): ¡por tanto, el Verbo es “el Dios con nosotros” que vino a salvarnos!

3. Jesucristo, el Mesías esperado, será descendiente de David (Jesé es padre de David; y San José —padre adoptivo de Jesús y esposo de María—, es descendiente del Rey David), y estará lleno del Espíritu de Dios: “Saldrá una rama del tronco de Jesé y un retoño brotará de sus raíces. Sobre él reposará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor del Señor” (Is 11,1-2 BPD).

Vemos entonces que Jesucristo es el Verbo encarnado, la Palabra hecha carne en el seno de la Santísima Virgen María por obra del Espíritu Santo. Verdadero Dios y verdadero hombre. El Mesías profetizado y esperado por el pueblo de Israel.

4. Jesucristo es el Verbo que se encarnó para conducirnos hacia la verdad

Jesucristo, el Verbo Divino, se hizo hombre precisamente para conducirnos a la verdad. “Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn 18,37 BPD).

Dios mismo llevó a cabo en su Verbo e Hijo encarnado, la plena y definitiva etapa de su Revelación (cf. CIC, n. 9).

“Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los Profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo” (Hb 1,1 BPD).

En efecto, el Verbo-Hijo ha sido enviado por el Padre (cf. Jn 5,37), para ser la luz del mundo (cf. Jn 8,12), para enseñarnos la plenitud de la verdad de Dios (cf. Jn 8,40), la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32).

Pensemos, entonces, que Dios Padre envió a su Verbo-Hijo al mundo, asumiendo la naturaleza humana sin perder la divina, haciéndose semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (cf. Hb 2,17; 4,15) para compartir su vida entre los hombres, ser nuestro modelo de santidad y enseñarnos el camino de la verdad. Y siguiendo su ejemplo y enseñanza, alcancemos la vida eterna que solo Él puede darnos. Como Jesús afirmó de sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6 BJ).

Y amando en cada momento de su vida terrena, Jesús nos enseñó el camino del amor, la ley del amor, que consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cf. Mt 22,37-40).

También nos dio modelo de obediencia a la voluntad del Padre, cuando al entrar en el mundo dijo: “He aquí que vengo a hacer tu voluntad” (cf. Hb 7,10), y una vez más cuando con su voluntad humana pronunció en Getsemaní: “que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42 BJ).

Así, el Verbo se encarnó y “se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor” (Fil 2,7), fue obediente y cumplió perfectamente la voluntad del Padre, hasta la muerte, y muerte de cruz para la salvación de todos. Dejándonos una lección sobre perdonar sin límites, ya que perdonó incluso a quienes lo crucificaron: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34 BJ).

Durante toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo (cf. Rm 15,5; Flp 2, 5): Él es el “hombre perfecto” (GS 38) que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle” (CIC, n. 520).

Vemos entonces que Jesucristo es el Verbo Divino, que se encarnó precisamente para ser nuestro modelo de santidad, y conducirnos hacia la verdad que nos hace libres y que sólo Dios mismo podía revelarnos.

5. Jesucristo es el Verbo que se encarnó para salvarnos y permitirnos entrar en comunión con Él

Dios creó a Adán y Eva “a su imagen y semejanza”, pero, al comer del fruto prohibido, desobedecieron a Dios, introduciendo el pecado original en la humanidad. Como consecuencia, cada uno de nosotros hemos nacido con el pecado original, ya que somos descendientes de Adán y Eva.

La humanidad, esclava del pecado, durante muchos siglos estaba en espera de un Salvador. Entonces, en el momento establecido por Dios, “el Padre envió a su Hijo, como Salvador del mundo” (1 Jn 4,14 BJ), para salvarnos mediante la muerte en la cruz y la resurrección de su Hijo, el Verbo encarnado, Jesús de Nazaret.

“Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2,2 BJ 1998).

“Todo lo que Jesús hizo, dijo y sufrió, tuvo como finalidad restablecer al hombre caído en su vocación primera: «Cuando se encarnó y se hizo hombre, recapituló en sí mismo la larga historia de la humanidad procurándonos en su propia historia la salvación de todos, de suerte que lo que perdimos en Adán, es decir, el ser imagen y semejanza de Dios, lo recuperamos en Cristo Jesús» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 18, 1)” (CIC, n. 518).

En efecto, Jesús, el Verbo eterno de Dios se encarnó para llevar a cabo nuestra salvación, liberando al hombre de la esclavitud del pecado y sus consecuencias, reconciliándonos con Dios.

“él se manifestó para quitar los pecados” (1 Jn 3,5 BJ);

sólo uno que era al mismo tiempo hombre y Dios podía redimirnos del pecado. Como hombre, en efecto, podía representar a toda la humanidad y, como Dios, lo que hacía tenía un valor infinito, proporcionado a la deuda que el hombre había contraído con Dios al pecar” (San Anselmo).

Vemos entonces que, el Verbo encarnado, Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero hombre, mediante su muerte en la cruz, pagó por los pecados de toda la humanidad, y reconcilió a la humanidad con Dios. “El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados” (Is 53,5 BPD).

Más aún, muriendo venció la muerte y resucitando nos trajo la salvación, permitiéndonos participar de una vida nueva en Cristo. Especialmente por el Bautismo, que nos hace nacer de nuevo como hijos adoptivos de Dios, y en el cual recibimos el Espíritu Santo. A este respecto dice san Ireneo de Lyon:

“Jesucristo vino a salvar a todos los que por su medio nacen de nuevo para Dios: infantes, niños, adolescentes, jóvenes y viejos” (S. Ireneo, Contra los Herejes, libro 2, Capítulo 22).

“los que han recibido y tienen el Espíritu de Dios son llevados al Verbo, es decir, al Hijo, y el Hijo los acoge y los presenta al Padre, y el Padre les da la incorruptibilidad” (S. Ireneo, Demonstr. Ap., 7).

Entonces, el Verbo asumió la fragilidad de nuestra carne para elevarnos a la dignidad de su propia vida divina. Dios se hizo hombre como nosotros para abrirnos el camino hacia la comunión y comunicación plena con Él.

“Dios asumió la condición humana para sanarla de todo lo que la separa de Él, para permitirnos llamarle, en su Hijo unigénito, con el nombre de «Abbá, Padre» y ser verdaderamente hijos de Dios. San Ireneo afirma: «Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo de este modo la filiación divina, llegara a ser hijo de Dios» (Adversus haereses, 3, 19, 1: PG 7, 939; cf. Catecismo de la Iglesia católica, 460)” (Benedicto XVI, Audiencia general del 9 de enero de 2013: Se hizo hombre).

El Padre no solo ha enviado a su Verbo-Hijo para salvarnos mediante su muerte y resurrección, sino que ha querido que esta gracia fuese siempre actual, para esto nos ha dejado su Palabra en el Evangelio y sus Sacramentos en la Iglesia; especialmente el Sacramento de la Eucaristía, según la mismas palabras del Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6,54 BJ).

“Es cierto, en efecto, que el mismo Jesucristo obra los sacramentos en la Iglesia. El es quien bautiza, quien remite los pecados; es el verdadero Sacerdote que se ofrece sobre el altar de la cruz y por su virtud se consagra todos los días su cuerpo sobre el altar, y, no obstante, como no debía permanecer con todos los fieles por su presencia corpórea, escogió ministros por cuyo medio pudieran dispensarse a los fieles los sacramentos” (Santo Tomás de Aquino, Contra Gentes IV c.76).

Vemos entonces que Jesucristo es el Verbo que se encarnó para salvarnos. Mediante su muerte y resurrección derrotó al pecado, permitiéndonos entrar en comunión y comunicación plena con Él.

6. Jesucristo es el Verbo que se hizo hombre para que conociéramos el amor que Dios nos tiene

La primera carta del Apóstol Juan nos enseña que “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16 BJ), y Dios Padre en su inmenso amor y misericordia (cf. Am 7,1-6; Os 11,1-9), envió a su Hijo, es decir al Verbo eterno al mundo para que conociéramos el amor que Dios nos tiene.

“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16 BJ).

“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (Jn 4,9 BJ).

En efecto, en Jesucristo se ha manifestado el infinito amor de Dios. Veamos 4 puntos al respecto:

1. El Verbo encarnado nos mostró el amor de Dios con palabras y gestos concretos:

Esto se manifiesta cuando le vemos actuar. Está siempre en búsqueda, cercano, constantemente abierto al encuentro. Lo contemplamos cuando se detiene a conversar con la samaritana junto al pozo donde ella iba a buscar el agua (cf. Jn 4,5-7). Vemos cómo, en medio de la noche oscura, se reúne con Nicodemo, que tenía temor de dejarse ver cerca de Jesús (cf. Jn 3,1-2). Lo admiramos cuando sin pudor se deja lavar los pies por una prostituta (cf. Lc 7,36-50); cuando a la mujer adúltera le dice a los ojos: “No te condeno” (cf. Jn 8,11); o cuando enfrenta la indiferencia de sus discípulos y al ciego del camino le dice con cariño: «¿Qué quieres que haga por ti?» (Mc 10,51). Cristo muestra que Dios es proximidad, compasión y ternura. Si él curaba a alguien, prefería acercarse: «Jesús extendió la mano y lo tocó» ( Mt 8,3), «le tocó la mano» ( Mt 8,15), «les tocó los ojos» ( Mt 9,29)” (Papa Francisco, Dilexit nos, n. 35-36).

2. El Verbo-Hijo vino a traer el Evangelio al mundo: la Buena Noticia del amor de Dios por cada uno de nosotros:

“El Evangelio es como un fuego, porque es un mensaje que, cuando irrumpe en la historia, quema los viejos equilibrios de la vida, nos desafía a salir del individualismo, nos desafía a superar el egoísmo, nos desafía a pasar de la esclavitud del pecado y de la muerte a la vida nueva del Resucitado, de Jesús Resucitado” [7].

En los Evangelios, Jesús nos revela el amor y la misericordia del Padre. Por ejemplo, en la parábola del Padre misericordioso (cf. Lc 15,11-32), como explica el Papa Francisco:

“Pensad en aquel hijo menor que estaba en la casa del Padre, era amado; y aun así quiere su parte de la herencia; y se va, lo gasta todo, llega al nivel más bajo, muy lejos del Padre; y cuando ha tocado fondo, siente la nostalgia del calor de la casa paterna y vuelve. ¿Y el Padre? ¿Había olvidado al Hijo? No, nunca. Está allí, lo ve desde lejos, lo estaba esperando cada día, cada momento: ha estado siempre en su corazón como hijo, incluso cuando lo había abandonado, incluso cuando había dilapidado todo el patrimonio, es decir su libertad; el Padre con paciencia y amor, con esperanza y misericordia no había dejado ni un momento de pensar en él, y en cuanto lo ve, todavía lejano, corre a su encuentro y lo abraza con ternura, la ternura de Dios, sin una palabra de reproche: Ha vuelto. Y esta es la alegría del padre. En ese abrazo al hijo está toda esta alegría: ¡Ha vuelto!. Dios siempre nos espera, no se cansa. Jesús nos muestra esta paciencia misericordiosa de Dios para que recobremos la confianza, la esperanza, siempre” [8].

3. Jesucristo, el Verbo encarnado, nos amó hasta el extremo y murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Co 5,15):

San Juan Pablo II lo expresó maravillosamente:

¡Dios es amor!. Se ha revelado a Sí mismo de modo definitivo como Amor en la cruz y resurrección de Cristo” (S. Juan Pablo II, Dios es amor, 2 de octubre de 1985).

Jesús está inflamado por el fuego del amor de Dios y, para hacerlo arder en el mundo, se entrega él mismo el primero de todos, amando hasta el extremo, es decir, hasta la muerte y la muerte de cruz (cf. Flp 2,8)” [9].

“Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8)” (CIC, n. 604).

Sobre aquel madero fue crucificado el Verbo, que existió antes de todo y por el cual fue creado todo el universo. En la cruz, Jesús, Verbo encarnado del Padre dio su vida por nosotros, dándonos la prueba más grande del amor de Dios, que consiste en dar la vida por nosotros: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13 BJ).

4. Jesucristo nos ama y estará con nosotros hasta el fin de los tiempos.

Debemos tener siempre presente que Jesús (el Verbo) sigue siendo “el Dios con nosotros” que nos ama, porque, aunque murió por nosotros, resucitó al tercer día, subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre, y ahora vive para siempre para interceder a favor de nosotros (cf. Heb 7, 25). Además, Él prometió estar con nosotros hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20).

Más aún, ha prometido volver al final de los tiempos: “Cristo glorioso, al venir al final de los tiempos a juzgar a vivos y muertos, revelará la disposición secreta de los corazones y retribuirá a cada hombre según sus obras y según su aceptación o su rechazo de la gracia” (CIC, n. 682).

Vemos entonces que, en Jesucristo, Dios se hizo hombre por nosotros, para revelarnos de modo definitivo el inmenso amor que tiene por cada uno de nosotros.

Conclusión

Como vimos, Jesucristo es el Verbo eterno de Dios, quien existía desde el principio con Dios y es Dios mismo (la Segunda Persona de la Santísima Trinidad). Por quien se creó todo cuanto existe. Por obra del Espíritu Santo, se hizo hombre en el seno de la Virgen María, para estar con nosotros, conducirnos a la verdad y revelarnos el inmenso amor que Dios nos tiene.

Con su vida nos enseñó el camino del amor, y por amor, llevó a cabo nuestra salvación por medio de su muerte y resurrección, gracias a la cual hemos alcanzado la gracia de Dios, que es el perdón de nuestros pecados y una nueva vida como hijos de Dios.

“Él ha traído a todos la salvación y se ha hecho «reconciliación» para todos. En Él Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo” (S. Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia).

Finalizamos con este maravilloso texto de San Juan Crisóstomo (347-407), llamado “boca de oro” —debido a sus grandes habilidades de predicación—:

“Oh Hijo Unico y Verbo de Dios, siendo inmortal te has dignado por nuestra salvación encarnarte en la santa Madre de Dios, y siempre Virgen María, sin mutación te has hecho hombre, y has sido crucificado. Oh Cristo Dios, que por tu muerte has aplastado la muerte, que eres Uno de la Santa Trinidad, glorificado con el Padre y el Santo Espíritu, sálvanos!” (S. Juan Crisóstomo, Tropario “O monoghenis”).

Autor (con la gracia de Dios): Fernando H. Lee

Notas:
[1] Catequesis preparatorias para el V Encuentro Mundial de las Familias.
[2] s. Juan, apóstol y evangelista - Informaciones sobre el Santo del día - Vatican News.
[3] 400 Respuestas P. Loring, p. 86.
[4] Juan Pablo II, Audiencia general del 5 de marzo de 1986. n. 4.
[5] Ibíd., n. 6.
[6] Ibíd., n. 5.
[7] Papa Francisco, Ángelus, 14 de agosto de 2022.
[8] Papa Francisco, 7 de abril de 2013: Celebración eucarística y toma de posesión de la Cátedra del Obispo de Roma. n.2.
[9] Papa Francisco, Ángelus, 14 de agosto de 2022.