¿Quién es el Verbo? Según Juan
Jesús es, en efecto, el Verbo eterno de Dios hecho hombre para nuestra salvación, como detallaremos a continuación:
En el principio existía el Verbo
Para entender mejor quién es el Verbo, primero tenemos que tener claro que no solo el Padre es Dios, sino más bien, hay un solo Dios en tres Personas distintas: el Padre, el Hijo (el Verbo), y el Espíritu Santo. Las tres Personas, aunque distintas entre sí, son el mismo Ser, el mismo Dios, porque son “consustanciales” o tienen una misma naturaleza divina. —Como un triángulo ▲, donde cada uno de los vértices es parte del mismo triángulo, pero a la vez cada uno es distinto.
Ahora bien, el Hijo (el Verbo), es engendrado desde la eternidad por el Padre, y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de ambos. Por tanto, las tres Personas divinas, son eternas e iguales entre sí.
“En Dios todo es eterno, fuera del tiempo; por tanto, el origen del Espíritu Santo, como el del Hijo, en el misterio trinitario, en el que las tres divinas Personas son consustanciales, es eterno. Se trata, efectivamente, de una “procesión” de origen espiritual, como sucede (aunque se trata siempre de una analogía muy imperfecta) en la “producción” del pensamiento y del amor, que permanecen en el alma en unidad con la mente de la que proceden” (S. Juan Pablo II, Audiencia general del 7 de noviembre de 1990).
Vemos entonces que Jesús, el Verbo-Hijo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, es verdaderamente Dios, y posee una existencia eterna, esto quiere decir que su origen se remonta más allá de su nacimiento en la historia. Él existía en Dios “antes que el mundo fuese” (Jn 17,5 BJ) o cosa alguna existiera. Como lo afirma el primer versículo del Evangelio de Juan:
“En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1 CEE).
Este texto bíblico nos muestra que el Verbo existía “en el principio”, que significa el inicio absoluto, antes de la creación, es decir, en la eternidad. Más adelante, en el mismo evangelio, Juan el Bautista destaca la divinidad y preexistencia eterna de Jesús, cuando dio testimonio de que Jesús existía antes que él, a pesar de haber nacido primero: “Este es por quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo” (Jn 1,30 BJ).
San Juan también menciona que “el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1 CEE), que quiere decir que el Verbo-Hijo estaba en comunión íntima y eterna, con el Padre y el Espíritu Santo, siendo un solo Dios, porque —como dijimos—, tienen una misma naturaleza divina. Esta relación única e íntima entre el Padre y el Verbo-Hijo, la podemos encontrar en las palabras del mismo Jesús: “nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo” (Mt 11,27 BJ); “yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14 10 BJ).
Dios creó todo por el Verbo
Según el Evangelio de Juan, Jesucristo es el Verbo de Dios, por medio del cual fueron creadas todas las cosas: “Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho” (Jn 1,3 CEE), y en el cual subsisten todas las cosas, como lo afirma el Apóstol San Pablo en su carta a los Colosenses:
“El es la Imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra los seres visibles y los invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades: todo fue creado por medio de él y para él. El existe antes que todas las cosas y todo subsiste en él” (Col 1,15-17 BPD).
Vemos entonces que Dios mismo está conectado con su creación: “Dios, que ha creado el universo, lo mantiene en la existencia por su Verbo, “el Hijo que sostiene todo con su palabra poderosa” (Hb 1, 3) y por su Espirita Creador que da la vida” (CIC, n. 320).
Ahora bien, podemos notar el poder creador del Verbo divino en el primer capítulo del Génesis, cuando Dios dice “Hágase”, hace que el mundo exista y la vida brote por esa Palabra creadora. Como comenta S. Atanasio de Alejandría (defensor de la verdadera divinidad del Verbo):
“el Padre creó con su Verbo, como si fuera su mano, todas las cosas, y sin él nada hace. Como nos recuerda Moisés, dijo Dios: «Hágase la luz», «Congréguense las aguas» (Gén 1, 3 y 9). (…) Porque el Verbo de Dios es activo y creador, siendo él mismo la voluntad del Padre. (…) Dios dijo únicamente «Hágase», y al punto se añade «Y así fue hecho». Lo que quería con su voluntad, al punto fue hecho y terminado por el Verbo… Basta el querer, y la cosa está hecha” (S. Atanasio, Orationes contra Ar. II, 31)
De la misma manera que en el comienzo Dios dijo: “Hágase” y todo fue creado por el Verbo. Así Jesús —el Verbo Encarnado—, en su vida terrena, manifestó claramente el poder de Su Palabra cuando dijo: “¡Ábrete!” y el sordomudo habló y oyó (cf. Mc 7,34-35), y cuando dijo: “¡Silencio! ¡Cállate!” y la tempestad se calmó instantáneamente (cf. Mc 4,37-39), por mencionar algunos ejemplos.
El Verbo se hizo hombre para estar con nosotros
Más adelante, el evangelista San Juan nos lleva al gran misterio de la Encarnación:
“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14 CEE).
Este maravilloso pasaje se refiere a la milagrosa concepción del Verbo, Jesús, en el vientre de María. Lo cual, no es otra cosa que la venida de Dios eterno hecho hombre a la tierra, es decir, con la Encarnación del Verbo en la persona de Jesucristo, la eternidad hizo su entrada a la historia de la humanidad, un hecho que sucedió hace poco más de veinte siglos.
He aquí el maravilloso misterio de la Encarnación que celebramos en Navidad: ¡Jesús, el Hijo de Dios, el Verbo Eterno, se hizo hombre para habitar con nosotros y salvarnos del pecado!
Ese niño que nació en Belén es desde toda la eternidad, como se profetizó en las Escrituras: “Y tú, Belén Efratá, tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti me nacerá el que debe gobernar a Israel: sus orígenes se remontan al pasado, a un tiempo inmemorial” (Mi 5,1 BPD).
Y lo más maravilloso, es que el Verbo de Dios en persona haya querido hacerse carne para estar con nosotros, de manera de que lo pudiéramos ver, tocar y escuchar: “y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: «Dios con nosotros»” (Mt 1,23 BJ; cf. Is 7,14).
A este respecto comenta San Bernardo de Claraval:
“Gozaba —dice— con los hijos de los hombres. Se llama Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”. Desciende del cielo para estar cerca de quienes sienten su corazón agitado por la tribulación, para estar con nosotros en nuestra tribulación” (S. Bernardo, Sermones de tempore 4,6).
San Juan dio testimonio de la maravillosa experiencia de contemplar al Verbo hecho hombre cuando dice: “y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14 CEE). También el Apóstol San Pedro, en su segunda carta, dejó muy claro que los Apóstoles fueron testigos oculares de la majestad de Jesucristo (cf. 1 Pe 1,16). Ellos confiesan a Jesús como: ““la imagen del Dios invisible” (Col 1,15), como “el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia” Hb 1,3)” (CIC, n. 241).
Pensemos, entonces, que Dios Padre envió a su Verbo-Hijo para asemejarse a nosotros, para compartir su vida entre los hombres, ser nuestro modelo de santidad, enseñarnos la verdad, y siguiendo su camino, alcancemos la vida eterna que solo Él puede darnos (cf. Jn 14,16). Entonces Jesús, el Verbo Divino, se encarnó precisamente para conducirnos a la verdad; como dice de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6 BJ).
Y amando en cada momento de su vida terrena, nos enseñó el camino del amor, la ley del amor, que consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cf. Mt 22,37-40).
También nos dio modelo de obediencia a la voluntad del Padre, cuando al entrar en el mundo dijo: “He aquí que vengo a hacer tu voluntad” (cf. Hb 7,10), y una vez más cuando con su voluntad humana pronunció en Getsemaní: “que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42 BJ).
Así, el Verbo encarnado, fue obediente y cumplió perfectamente la voluntad del Padre, hasta la muerte, y muerte de cruz para la salvación de todos. Dejándonos una lección acerca de perdonar sin límites, ya que perdonó incluso a quienes lo crucificaron: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34 BJ).
El Verbo se hizo hombre para salvarnos del pecado
Dios creó a Adán y Eva “a su imagen y semejanza”, pero al comer del fruto prohibido, desobedecieron a Dios, introduciendo el pecado original en la humanidad. Como consecuencia, cada uno de nosotros hemos nacido con el pecado original, ya que somos descendientes de Adán y Eva.
La humanidad, esclava del pecado, durante muchos siglos estaba en espera de un Salvador. Entonces, en el momento establecido por Dios, el Verbo, sin perder la naturaleza divina, asumió la naturaleza humana en la persona de Jesús de Nazaret, quien fue enviado para salvarnos de nuestros pecados —el tuyo, el mío, y los del mundo entero—:
“el Padre envió a su Hijo, como Salvador del mundo” (1 Jn 4,14 BJ); “él se manifestó para quitar los pecados” (1 Jn 3,5 BJ);
“Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2,2 BJ 1998).
En efecto, Jesús, el Verbo eterno de Dios se encarnó para llevar a cabo nuestra salvación, liberando al hombre de la esclavitud del pecado y sus consecuencias, reconciliándonos con Dios. Como el ángel anuncia a San José: “tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21 BJ). Cabe mencionar, que el nombre de Jesús significa “Dios salva”. Saber esto ayuda a entender mejor quién es el Verbo, porque su nombre revela su identidad (Emmanuel el “Dios con nosotros”), y revela su misión (Jesús: “Dios salva”): ¡por lo tanto el Verbo es “el Dios con nosotros”, que vino a salvarnos!
El Verbo se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser Dios, porque, como explica San Anselmo (un gran filósofo y teólogo medieval):
“sólo uno que era al mismo tiempo hombre y Dios podía redimirnos del pecado. Como hombre, en efecto, podía representar a toda la humanidad y, como Dios, lo que hacía tenía un valor infinito, proporcionado a la deuda que el hombre había contraído con Dios al pecar” (San Anselmo).
Vemos entonces que, el Verbo encarnado, Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero hombre, mediante su muerte en la cruz, pagó por los pecados de toda la humanidad, y reconcilió a la humanidad con Dios, “El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados” (Is 53,5 BPD).
Más aún, resucitando nos trajo la salvación, permitiéndonos participar de una vida nueva como hijos de Dios. Él asumió la fragilidad de nuestra carne para elevarnos a la dignidad de su propia vida divina:
“Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: Para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios” (S. Ireneo, haer., 3, 19, 1).
El Verbo se hizo hombre para revelarnos el amor que Dios nos tiene
“Dios es amor” (1 Jn 4,8.16 BJ), y Dios Padre en su inmenso amor y misericordia (cf. Am 7,1-6; Os 11,1-9), envió a su Hijo, es decir al Verbo eterno al mundo para revelarnos el amor que nos tiene.
“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16 BJ).
Y mostró su inmenso amor por nosotros, haciéndonos renacer a una nueva vida al adoptarnos como hijos suyos, a través de la muerte-resurrección de su único Hijo, el Verbo encarnado.
“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (Jn 4,9 BJ).
Sobre aquel madero fue crucificado Aquel Verbo, que existió antes de todo y por el cual fue creado todo el universo, para que podamos percibir lo mucho que Dios nos ama.
En la cruz, Jesús, Verbo encarnado del Padre dio su vida por nosotros, dándonos la prueba más grande del amor de Dios, que consiste en dar la vida por nosotros: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13 BJ).
San Juan Pablo II lo expresó maravillosamente:
“¡Dios es amor!. Se ha revelado a Sí mismo de modo definitivo como Amor en la cruz y resurrección de Cristo” (San Juan Pablo II, Dios es amor, 2 de octubre de 1985).
Debemos tener siempre presente que Jesús (el Verbo) sigue siendo “el Dios con nosotros” que nos ama, porque, aunque murió por nosotros, resucitó al tercer día, y ahora vive para siempre para interceder a favor de nosotros (cf. Heb 7, 25). Además, Él prometió estar con nosotros hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20).
Más aún, ha prometido volver; el Señor Jesucristo, el Verbo de Dios, volverá al final de los tiempos en la gloria y juzgará justamente a todas las naciones como profetiza San Juan en el Apocalipsis:
“Y vi el cielo abierto, y apareció un caballo blanco; su jinete se llama «Fiel y Veraz», porque juzga con justicia y combate. Sus ojos son como llama de fuego, muchas diademas ciñen su cabeza, y lleva grabado un nombre que nadie conoce sino él. Va envuelto en un manto empapado en sangre, y es su nombre «el Verbo de Dios». Lo siguen las tropas del cielo sobre caballos blancos, vestidos de lino blanco y puro. Y de su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, pues él las regirá con vara de hierro y pisará el lagar del vino del furor de la ira de Dios todopoderoso. En el manto y en el muslo lleva escrito un título: «Rey de reyes y Señor de señores»” (Ap 19,11-16 CEE).
Conclusión
Como vimos, Jesucristo es el Verbo eterno de Dios, quien existía desde el principio con Dios y es Dios mismo (la Segunda Persona de la Santísima Trinidad). Por quien se creó todo cuanto existe. Por obra del Espíritu Santo, se hizo hombre en el seno de la Virgen María, para estar con nosotros y revelarnos el inmenso amor que Dios nos tiene. Con su vida nos enseñó el camino del amor, y por amor, llevó a cabo nuestra salvación por medio de su muerte y resurrección, gracias a la cual hemos alcanzado la gracia de Dios, que es el perdón de nuestros pecados y una nueva vida como hijos de Dios.
“Él ha traído a todos la salvación y se ha hecho «reconciliación» para todos. En Él Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo” (San Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia).
Finalizamos con este hermoso texto de San Juan Crisóstomo (347-407), llamado “boca de oro” —debido a sus grandes habilidades de predicación—:
“Oh Hijo Unico y Verbo de Dios, siendo inmortal te has dignado por nuestra salvación encarnarte en la santa Madre de Dios, y siempre Virgen María, sin mutación te has hecho hombre, y has sido crucificado. Oh Cristo Dios, que por tu muerte has aplastado la muerte, que eres Uno de la Santa Trinidad, glorificado con el Padre y el Santo Espíritu, sálvanos!” (S. Juan Crisóstomo, Tropario “O monoghenis”).
Autor: Fernando H. Lee
- Anterior:
¿Por qué hay que creer en la Biblia? - Siguiente:
¿Qué es el Purgatorio y quién lo inventó?