🛡 Fortaleza en la fe

¿Qué es el pluralismo en la religión?

El pluralismo religioso es la creencia de que todas las religiones son caminos igualmente válidos para llegar a Dios o alcanzar la salvación. Pero no todas las religiones conducen a Dios —no es lo mismo una religión que otra—, ya que, si todas fueran verdaderas y buenas, no habría contradicciones entre ellas. Más aún, pensar que todas las religiones dan lo mismo, es un pensamiento muy peligroso (a menudo impulsado por la pereza o la negligencia), que impide a muchos buscar y conocer la verdad y llegar a Dios.

Es como si quisiéramos llegar a Roma, y fuéramos al puerto más cercano, y nos subiéramos a cualquier barco (o dejáramos que otro decidiera por nosotros), teniendo la certeza de que todos conducen al mismo destino, ¡solo para que al final, al no haber llegado a nuestro destino deseado, nos diéramos cuenta de cuan equivocados estábamos!

De igual forma, no todas las religiones (los barcos) nos llevan a Dios. Este es un punto muy importante, de lo contrario, caeríamos en el relativismo, el cual parte de la contradicción: “Es una verdad absoluta que no existe una verdad absoluta”, y de ahí siguen las siguientes falsas afirmaciones que han contaminado a la humanidad: “existen muchas verdades”, “todas las religiones son iguales”, “es lo mismo una religión que otra” y “todos los caminos conducen a Dios”. Pero estas afirmaciones son evidentemente falsas, porque cuando las distintas religiones se contradicen en una “verdad religiosa”, por ejemplo: que existe un solo Dios o varios, o que existe la vida eterna o la reencarnación, entonces podemos comprobar que no todas las religiones son lo mismo, y una debe estar diciendo la verdad, porque de lo contrario tendríamos que afirmar que no existe la verdad, y como dijimos, eso sería una contradicción (porque entonces la verdad sería que no existe la verdad, lo cual es evidentemente falso). Pero, así como existe un único y verdadero Dios, existe una sola verdad, y por lo tanto una sola religión verdadera.

Si bien, se pueden encontrar elementos de verdad similares entre algunas religiones, por ejemplo, en los principios de bien y de carácter moral, como: respetar a los demás, no matar, no mentir, no robar; esto no justifica que todas las religiones sean iguales, como hemos mencionado, por las contradicciones en las verdades religiosas entre ellas. Más bien, estas similitudes reafirman el hecho de que existe una sola verdad, la cual es necesaria para discernir los elementos de verdad entre las religiones. Es por medio de la verdad que somos capaces de apreciar los elementos de verdad —todo lo positivo— que hay en las diversas religiones (lo cual es diferente a afirmar que existen muchas religiones verdaderas).

Pero, al apreciar lo positivo que hay en las distintas religiones, se debe evitar caer en la trampa del sincretismo religioso, el cual consiste en combinar verdades religiosas de dos o más religiones en una nueva, lo cual es una característica de los nuevos movimientos religiosos o sectas. La soberbia y la falsa idea de que todas las religiones son lo mismo y que no existe una “verdad absoluta”, pueden llevar a las personas a creer que pueden armar “su propia verdad”, presumiendo conciliar doctrinas y verdades religiosas de distintas religiones (p.ej. entre judíos, musulmanes, budistas, cristianos), como si se tratara de un bufete de verdades, donde pueden elegir las que les gusten y convienen, y rechazar las que no; a los que algunos siguen el autoengaño —movidos por la codicia— de pensar que entre más personas convenzan de seguir sus nuevas creencias (fundando una secta o nuevo grupo religioso), eso convierte más “su verdad” en “la verdad absoluta”.

Existe una sola verdad

Mas existe una sola verdad religiosa y los seres humanos somos capaces de conocerla, por lo que, si queremos llegar a Dios, debemos preocuparnos sinceramente por buscarla, conocerla, y vivir de acuerdo a ella.

“El hombre busca naturalmente la verdad. Está obligado a honrarla y atestiguarla: “Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas […], se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo con respecto a la verdad religiosa. Están obligados también a adherirse a la verdad una vez que la han conocido y a ordenar toda su vida según sus exigencias” (DH 2)” (CIC, n. 2467).

Existe una sola religión verdadera

Ahora bien, de entre todas las religiones, no es casualidad que el cristianismo sea la religión que tiene mayor número de creyentes en todo el mundo, porque, como vimos, existe un solo Dios, y, por lo tanto, existe una sola verdad, y una religión verdadera: y los cristianos creemos en un solo verdadero Dios, Creador de todo lo que existe, y que se reveló al hombre en tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —el misterio de la Santísima Trinidad—.

También, creemos que existe una sola verdad: Dios es la Verdad misma. Él no puede engañarse ni engañarnos, y “es el único que puede dar el conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él (cf. Sb 7,17-21)” (CIC n. 202). Por lo tanto, todos podemos confiar plenamente en la Verdad revelada por Dios a los hombres para nuestra salvación, que es el “depósito de la Palabra de Dios” constituido por la Sagrada Escritura —la Biblia— y la Sagrada Tradición.

“Dios es la Verdad misma, sus palabras no pueden engañar. Por ello el hombre se puede entregar con toda confianza a la verdad y a la fidelidad de la palabra de Dios en todas las cosas” (CIC, n. 215).

Creemos firmemente que Jesús es el Hijo de Dios y Dios mismo (la segunda persona de la Santísima Trinidad), el cual se hizo hombre al nacer de la Santísima Virgen María por obra del Espíritu Santo (la tercera persona de la Santísima Trinidad). De esta manera, Dios, “nos habló por medio de su Hijo” (Heb 1,2 BPD), quien asumió la naturaleza humana sin perder la naturaleza divina, para salvarnos y darnos testimonio de la verdad (cf. Jn 18,37).

Jesús, siendo verdadero Dios y verdadero hombre, conocía todas las cosas —incluso las divinas—, y nos reveló que Él es el único Camino para llegar a Dios, la única Verdad y la verdadera Vida (cf. Jn 14,6). ¿Y qué significa esto? que, sin lugar a dudas, podemos confiar en Él y en su mensaje, y así, poniendo en práctica sus enseñanzas en nuestras vidas cotidianas, alcancemos la vida eterna que Dios promete a quienes perseveren en la fe.

“En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó en plenitud. “Lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14), él es la “luz del mundo” (Jn 8, 12), la Verdad (cf Jn 14, 6). El que cree en él, no permanece en las tinieblas (cf Jn 12, 46)” (Jn 16, 13)” (CIC n. 2466).

Jesús vino a anunciar un mensaje universal de amor, esperanza y salvación para toda la humanidad (hombres y mujeres sin distinción de raza, ricos y pobres, poderosos y débiles), que superó todas las religiones de cada cultura y cambió el mundo para siempre; ya que incontables personas a través de la historia han atestiguado (incluso al grado de entregar su propia vida) que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios.

Por lo tanto, los cristianos creemos que, así como existe un solo Dios, existe una sola Verdad: Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, quien vino a revelarnos a Dios, la verdad, y a salvarnos.

“en el misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, el cual es « el camino, la verdad y la vida » (cf. Jn 14,6), se da la revelación de la plenitud de la verdad divina” (Dominus Iesus, n. 5).

Prueba de ello es que toda su vida y su mensaje fueron acreditados por Dios por medio de milagros y señales, demostrando que todo lo que decía era la verdad de Dios.

“A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes realizando por su intermedio los milagros, prodigios y signos que todos conocen” (Hech 2,22 BPD).

En efecto, las obras (los milagros, prodigios y signos) que Jesús realizaba daban testimonio de la veracidad de su mensaje de salvación.

“Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí” (Jn 10,25 BPD).

Sin embargo, muchos no le creían, pero aun así Jesús, conociendo la incredulidad de los hombres, los exhortaba a que reconocieran que Él era el Cristo, el Enviado del Padre, el Hijo de Dios, por las obras que veían que realizaba.

“Si no hago las obras de mi Padre, no me crean; pero si las hago, crean en las obras, aunque no me crean a mí. Así reconocerán y sabrán que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10,37-38 BPD).

Ya que, durante su predicación, se compadeció de muchos realizando muchas obras: sanado enfermos, perdonando los pecados, expulsando demonios, ayudando a los pobres, reivindicando a los marginados, incluso multiplicando la comida para alimentar a miles; mostrándose como un Dios amigo del hombre; un Dios misericordioso, dispuesto a perdonar a los pecadores; un Dios cercano, muy humano y muy compasivo.

“Cuando desembarcó, Jesús vio una gran muchedumbre y, compadeciéndose de ella, curó a los enfermos” (Mt 14,14 BPD).

“A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y, poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba” (Lc 4,40 BJ).

“Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor” (Lc 9,36 BPD).

En verdad Jesús es “compasivo y misericordioso” (Stgo 5,11 BJ), y así lo demostró en todos sus actos durante su vida humana:

“35. Esto se manifiesta cuando le vemos actuar. Está siempre en búsqueda, cercano, constantemente abierto al encuentro. Lo contemplamos cuando se detiene a conversar con la samaritana junto al pozo donde ella iba a buscar el agua (cf. Jn 4,5-7). Vemos cómo, en medio de la noche oscura, se reúne con Nicodemo, que tenía temor de dejarse ver cerca de Jesús (cf. Jn 3,1-2). Lo admiramos cuando sin pudor se deja lavar los pies por una prostituta (cf. Lc 7,36-50); cuando a la mujer adúltera le dice a los ojos: “No te condeno” (cf. Jn 8,11); o cuando enfrenta la indiferencia de sus discípulos y al ciego del camino le dice con cariño: «¿Qué quieres que haga por ti?» (Mc 10,51). Cristo muestra que Dios es proximidad, compasión y ternura. 36. Si él curaba a alguien, prefería acercarse: «Jesús extendió la mano y lo tocó» ( Mt 8,3), «le tocó la mano» ( Mt 8,15), «les tocó los ojos» ( Mt 9,29). Y hasta se detenía a curar a los enfermos con su propia saliva (cf. Mc 7,33), como una madre, para que no lo sintieran ajeno a sus vidas. Porque «el Señor sabe la bella ciencia de las caricias. La ternura de Dios no nos ama de palabra; Él se aproxima y estándonos cerca nos da su amor con toda la ternura posible»” (Papa Francisco, Dilexit nos, n. 35-36).

Muchos decidieron confiar en Él, y lo siguieron y fueron sanados: “Le siguieron muchos y los curó a todos” (Mt 12,15 BJ). De la misma manera, hoy en día sigue obrando milagros, sanando y transformando las vidas de aquellos que deciden confiar en Él y seguirlo, porque “Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y lo será para siempre” (Heb 13,8 BPD).

Sin embargo, a pesar de las obras que realizaba, las autoridades religiosas y civiles de su tiempo decidieron matarlo crucificándolo, porque fueron incapaces de aceptar la verdad que vino a revelar.

“a ese hombre que había sido entregado conforme al plan y a la previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio de los infieles” (Hech 2,23 BPD).

En realidad, cuando lo mataron no sabían lo que hacían, pues fue Jesús mismo, quien por amor se entregó voluntaria e inocentemente a la muerte en la cruz; Él sufrió y murió por nuestros pecados, para reconciliarnos con Dios.

“Jesús ofreció libremente su vida en sacrificio expiatorio, es decir, ha reparado nuestras culpas con la plena obediencia de su amor hasta la muerte. Este amor hasta el extremo (cf. Jn 13, 1) del Hijo de Dios reconcilia a la humanidad entera con el Padre. El sacrificio pascual de Cristo rescata, por tanto, a los hombres de modo único, perfecto y definitivo, y les abre a la comunión con Dios” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 122).

¡Tal y como el profeta Isaías, había profetizado siglos antes en las Escrituras que sucedería! Es decir, su muerte sucedió de tal manera, porque las profecías de las Escrituras tenían que cumplirse en Él.

“El fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados” (Isaías 53,5 BPD).

Así, por puro amor Jesucristo se ofreció a sí mismo en sacrificio sustitutivo “por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2,2 BPD). De manera que tú y yo podemos creer y decir confiadamente: Jesucristo “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20 BJ).

“Ningún hombre, aunque fuera el más santo, podía tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio “por todos”. Sólo Jesucristo era capaz de ello, porque, aún siendo verdadero hombre, era Dios-Hijo, de la misma sustancia del Padre. El sacrificio de su vida humana tuvo por este motivo un valor infinito. La subsistencia en Cristo de la Persona divina del Hijo, la cual supera y abraza al mismo tiempo a todas las personas humanas, hace posible su sacrificio redentor “por todos”. “Jesucristo valía por todos nosotros”, escribe San Cirilo de Alejandría (cf. In Isaiam 5, 1; PG 70, 1.176). La misma trascendencia divina de la persona de Cristo hace que Él pueda “representar” ante el Padre a todos los hombres. En este sentido se explica el carácter “sustitutivo” de la redención realizada por Cristo: en nombre de todos y por todos” (San Juan Pablo II, Audiencia General, Miércoles 26 de octubre de 1988, n. 5).

La muerte de Jesús fue un suceso tal, que aquellos que lo custodiaban, no pudieron sino reconocer que, ¡efectivamente se trataba del Hijo de Dios al que habían crucificado!

“El centurión y los hombres que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: «¡Verdaderamente, este era el Hijo de Dios!»” (Mt 27,54 BPD).

Si todo hubiera terminado con su muerte, sería otro triste suceso histórico… pero la buena noticia es que no terminó ahí: ¡al tercer día, Dios lo resucitó de entre los muertos, ¡y fue visto por cientos de testigos oculares!, abriendo un camino de verdadera esperanza para todos los que creemos en Él, desde entonces y hasta el final de los tiempos.

“A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos” (Hech 2,32 BPD).

Y prueba de ello se encuentra en el primero y más antiguo testimonio escrito sobre la resurrección, donde encontramos que personalmente se le apareció a más de quinientos testigos a la vez:

“Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce. Luego se apareció a más de quinientos hermanos al mismo tiempo, la mayor parte de los cuales vive aún, y algunos han muerto. Además, se apareció a Santiago y de nuevo a todos los Apóstoles. Por último, se me apareció también a mí, que soy como el fruto de un aborto” (1 Cor 15,3-8 BPD).

Al resucitar, Jesús salió al encuentro de sus discípulos y continuó instruyéndolos y guiándolos en la Verdad.

“Después de su Pasión, Jesús se manifestó a ellos dándoles numerosas pruebas de que vivía, y durante cuarenta días se le apareció y les habló del Reino de Dios” (Hech 1,3 BPD).

El hecho histórico y constatado de la Resurrección es la garantía definitiva, plena y total de que Jesús es Dios verdadero: el Hijo único y eterno de Dios y Dios mismo.

“La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. Él había dicho: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy” (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era “Yo Soy”, el Hijo de Dios y Dios mismo” (CIC, n. 653).

La Resurrección también confirma que Jesús es el enviado de Dios Padre (la primera persona de la Santísima Trinidad), el Mesías, el Cristo anunciado por los profetas y esperado por el pueblo judío; y también es garantía que todo lo que dijo es la Verdad.

Así vemos que la Resurrección de Jesús es fundamento de la fe cristiana —“si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es inútil” (1 Cor 15,17 BPD)—.

Ahora bien, después de mostrarse resucitado durante cuarenta días a sus discípulos, Jesucristo “ascendió al cielo” y fue sentado a la derecha del Padre.

“el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16,19 BJ).

Lo que significa que Dios constituyó a Jesucristo como Rey del Universo, es decir, de todo cuanto existe.

“Por eso, todo el pueblo de Israel debe reconocer que a ese Jesús que ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías»” (Hech 2,32 BPD).

“La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra” (CIC, n. 668).

Así vemos que “Por su Muerte y su Resurrección, Jesús es constituido Señor y Cristo en la gloria (Hch 2, 36)” (CIC, n. 746). Entonces, Jesús es un Rey que vino a salvar al mundo entregándose a la cruz por amor a nosotros, Él venció a la muerte resucitando, y ascendió al cielo y está sentado a la derecha de Dios Padre, por lo que Él vive y reina intercediendo por nosotros hasta el fin de los tiempos, y continúa enseñando el camino de la verdad a quienes lo escuchamos y confiamos en Él.

“Jesús respondió: «Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz»” (Jn 18,37 BPD).

Y cómo no confiar en quien entregó toda su vida en un sacrificio de amor por cada uno de nosotros, más aún, resucitó y está vivo, intercediendo ante el Padre a favor de nosotros.

“Cristo no vivió su vida para sí mismo, sino para nosotros, desde su Encarnación “por nosotros los hombres y por nuestra salvación” hasta su muerte “por nuestros pecados” (1 Co 15, 3) y en su Resurrección “para nuestra justificación” (Rm 4,25). Todavía ahora, es “nuestro abogado cerca del Padre” (1 Jn 2, 1), “estando siempre vivo para interceder en nuestro favor” (Hb 7, 25). Con todo lo que vivió y sufrió por nosotros de una vez por todas, permanece presente para siempre “ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb 9, 24)” (CIC, n. 519).

La mayor evidencia de que la religión cristiana es la verdadera, se encuentra en los innumerables testimonios de personas que, hasta hoy en día, han transformado sus vidas por haberse encontrado con Jesucristo, principalmente en el Evangelio, pues ahí es donde nos enseña el camino de la verdad y del amor.

Debemos de tener presente, que Jesús está vivo y sigue saliendo al encuentro de hombres y mujeres de toda raza, condición y edad, que desean encontrarse con Él y seguirle como discípulo suyo.

“El discípulo de Cristo acepta “vivir en la verdad”, es decir, en la simplicidad de una vida conforme al ejemplo del Señor y permaneciendo en su Verdad” (CIC, n. 2470).

En efecto, Jesús anhela encontrarse con cada uno de nosotros para enseñarnos y ayudarnos a vivir en la Verdad.

“Ese mismo Jesús hoy espera que le des la posibilidad de iluminar tu existencia, de levantarte, de llenarte con su fuerza. Porque antes de morir, dijo a los discípulos: «No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán» (Jn 14,18-19). Siempre encuentra alguna manera para manifestarse en tu vida, para que puedas encontrarte con él” (Papa Francisco, Dilexit nos, n. 38).

Existe una sola Iglesia verdadera

Así como existe una sola verdad revelada por Dios: el depósito de la Palabra de Dios —la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición—, y existe una sola religión verdadera: el cristianismo, existe también una sola Iglesia verdadera: la Iglesia Católica, la cual fue fundada por la Verdad Encarnada, el único Dios y Salvador: Jesucristo.

Cristo fundó una sola Iglesia en San Pedro, como podemos ver claramente escrito en la Biblia:

“Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16,18 BJ).

En el versículo anterior, vemos primero que Jesús fundó Su Iglesia en San Pedro, a quien nombró como jefe de los apóstoles, la cabeza visible de Su Iglesia: el primer Papa. Desde entonces, ha habido una larga sucesión ininterrumpida de 266 Papas, desde San Pedro hasta el actual Papa Francisco. Por lo que la verdadera Iglesia de Cristo siempre ha sido y será la Iglesia Católica, la cual cuenta con más de dos mil años de historia, y ha sido “gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él” (Lumen gentium, n. 8).

Segundo, Jesús promete su asistencia a Su Iglesia, cuando le dice a Pedro que ni los poderes del infierno la podrán vencer, más aún, Él prometió estar siempre con Su Iglesia cuando dijo: “Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,20 BPD). De modo que vemos que Jesucristo mismo, continua a través de Su Iglesia Católica, la misión de anunciar el Evangelio y guiar al Pueblo de Dios, desde entonces y hasta el final de los tiempos. Negar lo anterior sería decir que Jesús en algún momento fue incapaz de cumplir estas promesas, y que la Iglesia que personalmente fundó fracasó en algún punto de la historia en su misión (dando pie a que se necesitaran fundar nuevas iglesias por hombres), lo cual es falso, ya que es una verdad de fe aceptada por todos los cristianos que Dios no miente (cf. Ti 1,2; Heb 6,4) y que siempre cumple sus promesas (cf. 1 Cor 1,9). Así mismo, está escrito que Jesucristo es “«Fiel» y «Veraz»” (Ap 19,11), y lo que promete lo cumple, ¡por lo que seguirá asistiendo y guiando a Su única y verdadera Iglesia Católica hasta la victoria final!

“La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (San Agustín, De civ. Dei., XVIII, 51, 2) anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Co 11,26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos” (Lumen gentium, n. 14).

La Iglesia que Jesucristo fundo es universal

Cabe mencionar que Jesucristo no le puso nombre a la Iglesia cuando la fundó, fue San Ignacio de Antioquía (discípulo de San Pedro y San Pablo) quien murió alrededor del año 107 d.C., quien empezó a escribir en sus cartas que la Iglesia es ‘católica’, que significa universal, porque la Iglesia está abierta a todas las culturas y todas las razas, es decir, es una Iglesia universal, abierta para todos, de acuerdo con el mandato de Jesús: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15 BPD). Y poco a poco otros comenzaron a utilizar el nombre de ‘católica’, y pronto se convirtió en el nombre oficial de la Iglesia que Cristo fundó.

Jesucristo dejó la Verdad en manos de la Iglesia

Jesucristo fundó Su única Iglesia en Pedro para ser “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3,15 BPD), y para ello, les dio el Espíritu de Verdad, el Espíritu Santo, para ayudarles en la tarea de descubrir, interpretar, proteger, enseñar y transmitir la plenitud de la verdad —el depósito de la Palabra de Dios— a todos los hombres en todos los tiempos.

San Pedro y los Apóstoles recibieron de Jesús esta tarea cuando les mandó: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado” (Mt 28,19-20 BPD). Y los Apóstoles a su vez la extendieron a sus sucesores, el Papa y los Obispos en comunión con Él, quienes forman el Magisterio de la Iglesia.

“el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer” (Dei Verbum, n. 10).

Vemos entonces que Jesucristo dejó la Verdad en manos de la Iglesia Católica, por lo que solo está “tiene el deber, a la par que el derecho sagrado de evangelizar” (Ad gentes, n. 7).

Solo en la Iglesia Católica encontramos unidad y salvación.

Con los puntos anteriores vemos claramente que la Iglesia verdadera es la Católica, porque la verdad que Jesucristo vino a revelarnos en toda su plenitud fue confiada a ella. Pero también sólo en ella encontramos la plenitud de los medios de Salvación instituidos por Cristo, como el Bautismo, la Sagrada Eucaristía, la Confesión, y los demás Sacramentos.

Es por estas y otras razones que muchos Padres de la Iglesia han afirmado que “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Por ejemplo, San Pío X en su Catecismo, comparó a la Iglesia Católica con el Arca de Noé, advirtiéndonos que la Iglesia Católica es el Arca en la que debemos estar para llegar a Dios y alcanzar la salvación:

“¿Puede alguien salvarse fuera de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana? - No, señor; fuera de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, nadie puede salvarse, como nadie pudo salvarse del diluvio fuera del Arca de Noé, que era figura de esta Iglesia” (Catecismo de San Pío X, 170).

Pero, esta afirmación —“fuera de la Iglesia no hay salvación”—, de acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica actual: “no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia: Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna” (CIC, n. 847).

Y aunque “los no cristianos puedan salvarse mediante la gracia que Dios da a través de “caminos que Él sabe” (Ad gentes, n. 7), la Iglesia no puede dejar de tener en cuenta que les falta un bien grandísimo en este mundo: conocer el verdadero rostro de Dios y la amistad con Jesucristo, el Dios-con-nosotros” [1]. Por esa razón la Iglesia Católica “tiene el deber, a la par que el derecho sagrado de evangelizar, y, por tanto, la actividad misional conserva íntegra, hoy como siempre, su eficacia y su necesidad” (Ad gentes, n. 7).

Si bien, la Iglesia Católica reconoce que fuera de ella —en otras religiones o denominaciones cristianas— pueden encontrarse muchos elementos de santidad y verdad (cf. Lumen gentium, n. 8), a la vez, reafirma que: “Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio (cf. Eusebio de Cesar., Praeparatio Evangelica, 1, 1) y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida” (Lumen gentium, n. 16).

Así, vemos que dichos elementos de santidad y verdad que encontramos en otras religiones son parte del llamado del Padre a toda la humanidad, a pertenecer a la Iglesia de su Hijo, como el lugar —el Arca— donde encontramos unidad y salvación:

“El Padre quiso convocar a toda la humanidad en la Iglesia de su Hijo para reunir de nuevo a todos sus hijos que el pecado había dispersado y extraviado. La Iglesia es el lugar donde la humanidad debe volver a encontrar su unidad y su salvación. Ella es el “mundo reconciliado” (San Agustín, Sermo 96, 7-9). Es, además, este barco que pleno dominicae crucis velo Sancti Spiritus flatu in hoc bene navigat mundo (“con su velamen que es la cruz de Cristo, empujado por el Espíritu Santo, navega bien en este mundo”; san Ambrosio, De virginitate 18, 119); según otra imagen estimada por los Padres de la Iglesia, está prefigurada por el Arca de Noé que es la única que salva del diluvio (cf 1 P 3, 20-21)” (CIC, 845).

Ahora bien, como dijimos, solo en la única Iglesia que Jesucristo fundó personalmente cuando vivió en este mundo (cf. Mt 16,18) podemos encontrar la plenitud de su mensaje, la presencia continua de Jesús hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,18-20), y la plenitud de los medios de salvación (los sacramentos).

Es en el sacramento de la Eucaristía donde Jesús se hace presente de manera real y tangible —mientras que en otras denominaciones cristianas sólo se afirma una presencia simbólica—; es en el sacramento de la Confesión —que Jesús mismo instituyó (cf. Jn 20,23)— donde, por medio de la absolución del sacerdote, recibimos el perdón de nuestros pecados (si los confesamos arrepentidos); y es por medio del sacramento del Bautismo que somos incorporados a Su Iglesia.

“Como Noé y su familia se salvaron en el Arca a través de las aguas, ahora los hombres se salvan a través del Bautismo, por el que son incorporados a la Iglesia de Cristo” (Biblia EUNSA, comentario sobre 1 P 3,18-22).

Sin duda alguna Jesucristo es el único camino de salvación (cf. Jn 14,6-7), con su sacrificio en la cruz “se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen” (Heb 5,6 BJ), entonces, cómo podríamos aceptarlo plenamente a Él, siendo desobedientes y rechazando Su Iglesia visible; ¿no nos haría eso semejantes a quienes fueron desobedientes a Dios en tiempos de Noé y fueron llevados por el diluvio? (cf. 1 P 3,19-20).

“El único Mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia. El mismo, al inculcar con palabras explícitas la necesidad de la fe y el bautismo (cf. Mc 16,16; Jn 3,5), confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta. Por lo cual no podrían salvarse aquellos hombres que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios a través de Jesucristo como necesaria, sin embargo, se negasen a entrar o a perseverar en ella” (Lumen gentium, n. 14)

Pero también debemos tener presente que no basta estar incorporados a la Iglesia para salvarnos, sino que también tenemos que dar un testimonio vivo de nuestra fe.

“No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia «en cuerpo», mas no «en corazón». Pero no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad” (Lumen gentium, n. 14).

Conclusiones

Como hemos visto no todas las religiones son iguales, y no todos los caminos conducen a Dios. Así como existe un solo Dios, existe una sola Verdad, que es Jesucristo, el Hijo de Dios y Dios mismo; existe una sola religión verdadera que es el Cristianismo; y existe una sola Iglesia verdadera, que es la Católica —fundada personalmente por Jesucristo (Mt 16,18); que es: “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3,15 BPD)—, en la cual Dios convoca a toda la humanidad como el Arca donde encontramos unidad y salvación.

Por lo que concluimos que no todas las religiones conducen a la salvación, lo cual nos urge a cuestionarnos si realmente estamos viviendo nuestra fe dentro del Arca de salvación que Jesús proveyó para nosotros, la cual es Su Santa Iglesia Católica y Apostólica.

Autor: Fernando H. Lee

Notas:

[1] Nota Doctrinal acerca de algunos aspectos de la Evangelización